El rutinario despertar matutino deja reconocer pronto al sol y a aquellos pajaritos que no dejan de chiflar. Todavía ando medio sonámbulo, y ni siquiera ando por que más echado no se puede estar; todo gracias a la infinita batalla que sostuve horas antes contra el ya tradicional contendiente, el sueño campeador. ¡Ah! ¡El Sueño!, ilustre guerrero de infatigables y cruentas batallas. La noche anterior se había presentado caballero y puntual como siempre y luego de tres estocadas que me causaron cabeceadas letales, dio un golpe fulminante, allí a la altura de mi estómago, para dejarme tendido a sus pies, en la cama, pero desmayando para dormir rico, como Dios manda.
Seguía en la cama somnoliento cuando oí “El día empieza iremos hacia el sur…” en una radio popular que el hermano llegado de Lima escuchaba. Y como hoy no se iba al sur ni con la familia, o aunque sea yo, pues menor importancia. Incluso ignoré los gritos de la madre abnegada que madruga todos los días por uno, y que se convirtieron, desde hace ya buen tiempo, en deporte hogareño y tradicional. Doy media vuelta en la cama y arropándome con las sábanas, parezco exclamar sutilmente: “No jodan, que hoy es sábado y el descanso es sagrado, porque Dios lo manda”. Nada ni nadie parecía levantarme de la cama, hasta que miré aquél aparatito con numeritos y manecillas que da la hora. “-'ta males, es retarde”. Las clases en la Universidad comenzaban dentro de media hora, así que sin más y de un brinco traté de ponerme en pie, con el cuerpo todavía adormecido y los parpados más pesados del mundo. Siguiente destino: El baño. Tras coja caminata hasta el cuarto aquél, cierro la puerta y me siento en el inodoro. Enseguida, sólo Dios sabe y ni Dios querrá saber, porque mis hedores en aquél baño son suficientes para superar cien veces a Hitler y sus cámaras de gas. Soy un asesino pero un suicida también, encerrado en tan pequeño cuarto con tan mortales olores. No hay tiempo. Abro la llave de la ducha para sentir la tradicional lluvia frígida y relajante, paradoja que aún no termino de entender. El cuerpo empieza a reaccionar ante la glacial pero renovante agua y unos minutos después estoy como nuevo. De allí en adelante todo es maratón; a ponerse la misma ropa de ayer y ni pensar en peinarse porque el cabello indomable y trinchudo que uno se maneja no le permite tanto lujo. Luego, "al diablo el micro", quedan 10 minutos para el inicio de clases, así que a tomar taxi... cualquiera es útil.
El camino en aquel tico color amarillo está cargado de preocupación e impaciencia; de pronto, “-¡Llegamos!”, anuncia el buen taxista. Corro para llegar a la meta, nada me para. Ignoro el abanico de saludos de personas que ni se reconocen por la rapidez con que me alejo del taxi ni escucho los gritos del vigilante bonachón que la sufre más que uno todos los días. “Pobre el pobre, amanece al amanecer, duerme para no dormir”, hasta que de pronto me acuerdo: “Chessss, no he pagado el taxi”. Regreso presto a pagar el servicio que el taxista ahora enfadado exigía, y a pronunciarle millones de “discúlpeme” para enseguida tomar de nuevo la posta final de la carrera (que en realidad de final tiene nada, porque “el día empieza pero no iremos hacia el sur…”, y proseguir con el ordinario sábado a la extraordinaria. Ya en el salón de clases se piensa “jodida la vida, jodida la U; estudio y sueño no van de la mano, pero eso al profesor no le interesa, si faltas jalas”. A los pocos segundos un dolor de estómago asoma a galope cada vez mayor. Me hace recordar la incesante batalla de viernes por la noche y la estocada final que el sueño campeador me proporcionó para dormir, o tal vez sólo sea la consecuencia de no haber estado más tiempo sentado en el inodoro, aquél el de la cámara de gases matutina.
Seguía en la cama somnoliento cuando oí “El día empieza iremos hacia el sur…” en una radio popular que el hermano llegado de Lima escuchaba. Y como hoy no se iba al sur ni con la familia, o aunque sea yo, pues menor importancia. Incluso ignoré los gritos de la madre abnegada que madruga todos los días por uno, y que se convirtieron, desde hace ya buen tiempo, en deporte hogareño y tradicional. Doy media vuelta en la cama y arropándome con las sábanas, parezco exclamar sutilmente: “No jodan, que hoy es sábado y el descanso es sagrado, porque Dios lo manda”. Nada ni nadie parecía levantarme de la cama, hasta que miré aquél aparatito con numeritos y manecillas que da la hora. “-'ta males, es retarde”. Las clases en la Universidad comenzaban dentro de media hora, así que sin más y de un brinco traté de ponerme en pie, con el cuerpo todavía adormecido y los parpados más pesados del mundo. Siguiente destino: El baño. Tras coja caminata hasta el cuarto aquél, cierro la puerta y me siento en el inodoro. Enseguida, sólo Dios sabe y ni Dios querrá saber, porque mis hedores en aquél baño son suficientes para superar cien veces a Hitler y sus cámaras de gas. Soy un asesino pero un suicida también, encerrado en tan pequeño cuarto con tan mortales olores. No hay tiempo. Abro la llave de la ducha para sentir la tradicional lluvia frígida y relajante, paradoja que aún no termino de entender. El cuerpo empieza a reaccionar ante la glacial pero renovante agua y unos minutos después estoy como nuevo. De allí en adelante todo es maratón; a ponerse la misma ropa de ayer y ni pensar en peinarse porque el cabello indomable y trinchudo que uno se maneja no le permite tanto lujo. Luego, "al diablo el micro", quedan 10 minutos para el inicio de clases, así que a tomar taxi... cualquiera es útil.
El camino en aquel tico color amarillo está cargado de preocupación e impaciencia; de pronto, “-¡Llegamos!”, anuncia el buen taxista. Corro para llegar a la meta, nada me para. Ignoro el abanico de saludos de personas que ni se reconocen por la rapidez con que me alejo del taxi ni escucho los gritos del vigilante bonachón que la sufre más que uno todos los días. “Pobre el pobre, amanece al amanecer, duerme para no dormir”, hasta que de pronto me acuerdo: “Chessss, no he pagado el taxi”. Regreso presto a pagar el servicio que el taxista ahora enfadado exigía, y a pronunciarle millones de “discúlpeme” para enseguida tomar de nuevo la posta final de la carrera (que en realidad de final tiene nada, porque “el día empieza pero no iremos hacia el sur…”, y proseguir con el ordinario sábado a la extraordinaria. Ya en el salón de clases se piensa “jodida la vida, jodida la U; estudio y sueño no van de la mano, pero eso al profesor no le interesa, si faltas jalas”. A los pocos segundos un dolor de estómago asoma a galope cada vez mayor. Me hace recordar la incesante batalla de viernes por la noche y la estocada final que el sueño campeador me proporcionó para dormir, o tal vez sólo sea la consecuencia de no haber estado más tiempo sentado en el inodoro, aquél el de la cámara de gases matutina.